Rêver

Vengo a confesarte que te mentí,
que en realidad no sé bailar.
Pero es que me encanta esa manía que tienes
de hacer todo tuyo, 
incluso el aire que respiro.

Siempre medías tus excesos
y, sin embargo, este último te pasó factura.
"Hoy tengo que escribir", me dije
pues las ganas o la inspiración son como las estrellas
que solo llueven de vez en cuando.
Y hoy llueves.

Recorrer mi mundo en un parpadeo
mientras me pregunto, ¿para cuándo el siguiente pase?
Curiosidades que,
dependiendo de quien mire, se pueden llamar casualidades.
Y por buscar otra excusa me perdí.

Aún no me atrevo a ponerme a prueba,
a no darle un beso a esta última copa.
Cobarde. Creo que te equivocas.
Estímulos que no llegan
y, finalmente, corazón que ya no late.



En dos susurros

Hablemos de esta noche en dos susurros,
pero solo entre nosotros.
De cómo aprendí a besar sin besar
y tú a decir sin emitir sonido alguno.

Quizás no lo veas ahora
y todo esto puedan ser las palabras de un loco que ha tenido un mal sueño.
No te prometo que pueda ver el futuro,
pero en el pasado soy experto
y creo que un mal paso lo podemos dar cualquier día
pero, míranos, supimos bailar de todas formas.

Como ese brindis en el que se rompen las copas,
quizás por precipitarnos nos quebramos el uno al otro
y, sin embargo, no se nos nota, no estamos rotos.

Circunstancias que tejen una venda,
que no nos dejan ver eso que llaman realidad.
No supimos ser pacientes, no supimos.
Y míranos ahora, yo con sed de ti,
tú...

Ocupaste las primeras portadas de todas mis páginas
y sigues saliendo aún en ellas, en un rincón.
Dejémonos de esto, de este sadismo de segunda clase,
de susurrarnos todo esto.
Tomemos el corazón en un puño,
con fuerza,
que hay momentos que pasan y se pierden
y este no podía ser más tangible.

Ahora dejemos de susurrar,
gritemos.





Mirar a alguien

   Mirar a alguien y pensar "joder, quiero a esta persona". Quizás no todo el mundo ha experimentado una reflexión, aparentemente sin trasfondo, como esta. Por el contrario, muchos otros sí hemos "sufrido" en nuestras carnes, como se suele decir en este y otros casos, una situación sentimental de este tipo.
   Pero, ¿qué ocurre cuando esa persona no está ahí? Ahora no la estás viendo directamente, no puedes pensar que la quieres con solo el contacto visual, observándola haciendo cualquier cosa cotidiana: mirar a la nada, pensar, reír, abrocharse el botón de su camisa, su silencio, ... En ese momento no existen ese tipo de cosas y, sin duda alguna, se sabe que la humanidad lleva experimentando este tipo de emociones a pesar de que la teoría las da por imposibles.
   Tan solo hace falta un recuerdo, un nombre, una palabra en la cabeza, un olor, cualquier tipo de estímulo es válido, para pensar eso de "joder, quiero a esta persona". Y, es cierto que la primera vez que padecemos el síndrome del recuerdo creemos chocarnos contra una montaña, teniendo como resultado una avalancha de mil y una dudas por segundo, ¿acaso no es natural? 
   Incluso, cuando tratas de olvidar a alguien, cuando te enfadas con un ser humano y te llegas incluso a esforzar en cortar cualquier tipo de vínculo creado entre tu persona y la suya pueden aflorar este tipo de ideas.
   Me he hecho estas preguntas y muchas otras en los últimos días, comprensible e inevitable. Seguramente, en esto, no soy el único. Tan solo trato de ser comprensivo y acorde con las reglas sociales establecidas, respetar las decisiones de los demás y controlar el desbocado caballo al que solemos dar nombre de corazón.
   Un pequeño inciso. El corazón es un órgano cuya función es bombear sangre hacia todo nuestro organismo. No piensa, no siente. El ser humano tiende a culparlo de sus decisiones y emociones, pero estas están en nuestra cabeza, en nuestra forma de afrontar las cosas, con mayor o menor madurez.
   Por eso, aunque me refiera al corazón como un caballo desbocado, debemos tener en cuenta que hablo de la mente y de mi persona, no de ese órgano gracias al cual tengo sangre desde la cabeza hasta el talón.
   Volviendo a las incógnitas anteriores y, para finalizar, he de confesar que he intentado buscar las mil y una respuestas a sus respectivas preguntas y en todas ellas, como si de un tipo test se tratase, he marcado la misma casilla: "joder, te quiero".


Era un domingo

      La tarde en la que decidí quererte era un domingo y vaya mierda de tarde fui a elegir. Llovía y, por si no fuera poco, al día siguiente sería lunes. Sí, en esto el mundo aún no había cambiado y el lunes seguía al domingo, y las personas odiaban los lunes, aunque siempre estaban aquellas personas, positivas, que veían encanto hasta en la celebración de un funeral.
     Lo cierto es que tenía miles de cosas que hacer aquella tarde, pero ninguna me parecía tan atractiva como la pérdida, irreversible, del tiempo. ¡Qué idiotez! Pero era joven y aún esas cosas no me preocupaban.
    Me distraía, jugaba con un bolígrafo en la boca y el papel que tenía justo ante mí estaba prácticamente en blanco, si ignoramos la fecha del margen superior derecho. Sonó el teléfono y, aunque mentalmente me levanté de la silla y fui con paso firme a descolgar el auricular para contestar a la llamada, realmente esto nunca ocurrió, tan solo sonó una y otra vez. Sonaría dos o puede que tres veces más, despertando en mí la misma actitud ante la “ardua” tarea de contestar a una llamada. Entonces, sucedió algo inaudito, esta vez volvieron a llamar pero, a diferencia de la vez anterior, sonó mi teléfono móvil. Lo tenía a mano, no debía ni siquiera levantarme para atender a la llamada y, además, tenía la opción de ver quién era esa persona que insistía en hablar conmigo antes de aceptar, o no, mantener una conversación que puede que durase horas o minutos. Irónico, aquí el tiempo sí parecía importante. Mientras pensaba en todo esto, mi interlocutor, quien quiera que fuese ya que nunca se me ocurrió mirar en el buzón de llamadas, se cansó de esperar a mi respuesta y, hastiado, colgó.
      Da igual, la llamada realmente no era importante, tan solo quería asegurarme de transmitirte el grado de distracción mental en el que me encontraba sumergido, lo que me llevó a pasear la mirada por el estante que tenía encima de mi cabeza. Me reí del ridículo descubrimiento que acababa de realizar, "el gran hallazgo de mi vida", como lo calificaría para el resto de mis días: aún seguías allí presente, en forma de dibujo o fotografía. De verdad, ¿había sido tan vago que, a pesar de los muchos días que llevábamos ya sin vernos (un año en concreto), aún no había guardado todas aquellas cosas "tuyas" (mías)?
       No fue entonces cuando decidí quererte, eso vendría a continuación.
      Cogí todas aquellas cosas y las guardé en el cajón que te había reservado, un pequeño hueco en mi habitación, dentro del armario. Releí las cartas, los mensajes en pequeños papeles, las entradas de cine de las películas que vimos e incluso admiré el "arte" de tus dibujos. Es curioso, todo aquello me había parecido bonito en algún tiempo pasado y ahora me producía risa. No se malinterprete esto último, no era una risa maligna, era una risa de esas que se nos presentan cuando aterriza en nuestra mente un buen recuerdo. Reí y reí. Me sumergí en el cajón, al igual que un buzo hace lo propio en el mar, y cuando al fin emergí de nuevo a la superficie ya no era por la tarde y tampoco era domingo.


Por un maldito Je t'aime

  No sabiendo cómo comenzar a escribir decido, de manera bastante acertada, dejar que simplemente el texto surja sin un previo planteamiento temático o de contenido, tan solo escribir lo que me va viniendo a la cabeza o, dicho en una lengua hermana, “à l’esprit”.
  Contaminado de ideas vagas y vacías, de palabras que jamás me atreveré a susurrar o a gritar, de medios miedos y fantasmas de sábana blanca y cadena. Como un niño que duerme con la luz de la mesilla auxiliar encendida y que, haciendo de tripas corazón, mira tímidamente bajo su cama y en el interior del armario empotrado de su habitación en busca de alguna pesadilla horrible que lo aceche y se disponga a bailar no se qué tango macabro cuando el sueño lo venza.
  Aislado de todo, inseguro y maniatado, sin poder hacer más que esperar, más que tragarme los besos y empaparlos en recuerdos, que no son pocos, para digerirlos mejor.
  Papeles quemados con sentimientos escritos, heridos en guerra, por cierto, puntualizo el cómico caso que se nos acaba de plantear, que el amor pueda crear algo como una guerra. Claro que, como ya sabemos, por humanos, el amor es un sentimiento como otro cualquiera y que, por ello mismo, puede comenzar una contienda, un conflicto belicoso contra uno mismo, con las culpas a la espalda y de frente un precipicio al que nos dirigimos con los ojos vendados.
  El libro que trata de cómo llegamos hasta aquí está en blanco y la portada, un interrogante. Los sentimientos viven afianzados, escritos en cartón pluma, que es sabido material resistente pero no perpetuo y la pluma, ya sin tinta, solo araña las arrugadas páginas.
  Desdibújame una última vez quizás con la ayuda de las lágrimas que habrás derramado y, si aún así crees que son pocas, te presto algunas de las mías. Pero desdibújame.
  Nos imagino, pobre imbécil, pendiendo de un hilo, en la cuerda floja de un circo, pues la vida es un poco como un circo, a veces, bailando sincronizados, sin dudas en las miradas, pues un paso en falso podría hacer que alguno se precipitase y acabase estrellado en el suelo, en un final fatal de película o de tragedia griega.

  Por un maldito Je t’aime inoportuno.


A veces nos asaltan miles de dudas

  A veces nos asaltan miles de dudas, que en realidad, siendo sinceros, quizás no lleguen ni a la decena. Sin embargo, tienen la capacidad suficiente para mantenernos aislados, nos consumen cada gramo de atención, si es que es ésta la unidad en la que se mide, y llega incluso a robarnos el sueño gota a gota.
  A veces, quizás no en numerosas ocasiones, pero sí las suficientes, nos abordan los pensamientos, que por no venir solos, los acompañan las reflexiones, de la mano. Lo habitual es pasarnos inmersos en un estado de enajenación parcial, o total en alguno de los casos más agudos, días, incluso, de vez en cuando, podemos estar en dicho estado años.
  Asaltan nuestras mentes ideas o preguntas. ¿A dónde van a morir las cosas? ¿Dónde empieza o dónde acaba todo? ¿Y el amor, qué es de éste cuando aparentemente ha muerto? …
  La lógica nos dice, muchas veces sabia, que esta clase de interrogantes se nos muestran cuando atravesamos ciertas situaciones a lo largo del camino de nuestras vidas. Quizás ésta sea una gran mentira, o una mentira pequeña que ha ido creciendo conforme nosotros “avanzamos” y nuestra percepción de las cosas va cambiando. Lo cierto es que incluso hay quien se plantea estas cuestiones sin que previamente haya habido un detonante aparente y, puntualizo, es este último mi caso.
  Cuando creo, pobre de mí, haber llegado a una conclusión lo suficientemente satisfactoria y sonrío, victorioso, no pasan ni dos horas para llegar a ser consciente de que, una vez más, me he precipitado o he errado en mis conclusiones y que, seguramente, mi enigma no tenga una respuesta, al menos aún no he llegado a ella.
  En el momento en el que me planteé escribir lo que en estas líneas se refleja sin lugar a dudas tenía una respuesta que, para qué negarlo, me complacía y me parecía apropiada. Mi intención siempre fue escribir sobre ello, sobre cómo llegué a mis conclusiones. Eso fue hace unos días y hoy, cuando me senté delante del teclado y comencé a redactar tuve que parar a las tres o cuatro primeras líneas y, como no podría haber ocurrido de otra forma, reformular, incluso, mis intenciones. Todo eso a lo que había llegado de pronto se tornó un oasis en el desierto, por supuesto ilusorio, que ya no me iba a quitar la sed. Lo reconozco, me quedé estupefacto, incluso me tomó un tiempo volver a decidirme y proseguir, o mejor dicho, recomenzar a escribir este texto.

  Es asombroso, a veces creemos que podemos brillar más que el Sol, que tenemos las respuestas de los grandes enigmas de la humanidad, pero la verdad es que hay pocas cosas que tengan la habilidad de brillar más que una estrella, es difícil, pero aún más cuando es de noche.


Dos días para perderte

Reconoce que te gustaba bailar al borde de todo: en el alfeizar, en la acera, en un acantilado, ...
Reduce todos tus gritos, escóndelos bajo la alfombra o quémalos en la chimenea.
Te dijeron un día que todo lo que soñabas no era cierto y decidiste no despertar, preferiste abrazar aquello a afrontar esta supuesta realidad.
No supiste cómo decirles que hacías las maletas porque te ibas en el siguiente tren que pasase frente a tu ventana y saltaste para no caer.
Siempre pensaste que todo te quedaba pequeño y no dudabas en desnudarte, en mostrarte tangible. Te mostraste tangible ... y tanto.
Aún quedan sabores a ti en los rincones de la pequeña ciudad a la que dijeron que pertenecías.
Amiga del viento, bailaste una última vez en la plaza del roble y luego desapareciste y ya no parecías tan tangible como antes.
Porque jurabas que cinco sentidos eran pocos para saber del mundo, que hacían falta ochocientos años y un día más para comprender a éste y tan solo unos segundos para amarlo.
Quisiste subir a la montaña más alta de noche para ver si era verdad eso de que la Luna podía tocarse y amaneciste hecha un ovillo llorando. No supiste decir "no puedo" y te desgastaste tantas veces que parecía que algún día desaparecerías erosionada.
Jugaste descalza y enterrando bien los pies bajo tierra. Tocaste las primeras corrientes tras el deshielo.
Y, reconoce, que para muchos fuiste incomprensible.
Pareciste la banda sonora del lugar, el ritmo que los movía a todos. Diste luz y también enseñaste a oscurecer. Te plantaste frente a aquel Sol rojizo en el horizonte durante el ocaso y le sonreíste, también lloraste. Fuiste feliz y fuiste triste.
Al final se trata de eso:  fuiste.


Abstracción

La ventana está abierta y la niebla se ha metido en cada esquina de la habitación. Lo cubre todo haciendo imposible, incluso, que alcance a ver mis propias manos.
Sin embargo me arropa, me da ese consuelo que no encontraba y andaba evitando. No porque no lo quisiera, más bien por un miedo interno, por esa maleza que a veces crece en mi cabeza.
Entra y se queda, pero no por mucho tiempo. Lo justo para salir por la puerta. Está de paso y olvidó su abrigo en el perchero detrás de la puerta. Una excusa para un reencuentro.
Ahora se ve todo algo más claro. En el cielo la lucha entre el Sol y la Luna. El pino que se recorta en el aire y los tejados que quedan abajo. Los pájaros negros se arremolinan con un orden caótico, pero orden al fin y al cabo. Acaban posándose aquí y allá en el campo.
Triste paisaje para una tarde de café y domingo. Una tarde en la que todo parece caerse, envejecer, sufrir. Sin embargo no es distinta de la de ayer o de la de hace cincuenta años. Es otra tarde de esas en las que no pasa nada pero todo acontece.
A veces imagino que mi inquietante paz puede ser la guerra de otro. Que mis pensamientos quizás sean las palabras que nunca supe pronunciar en otro idioma. Puede que, incluso, estas palabras sean las balas que disparé aquella mañana contra el espejo. Y entonces es cuando realmente creo saber algo más de mí, algo más de este mundo.
Extraño, porque solo es en esos momentos y no en otros. Tan solo ocurre cuando todo parece perdido o abandonado. Desdibujado. Cuando abatido me tumbo boca arriba para mirar el techo blanco desde mi cama y pintar con la mente las siluetas de un sueño que tuve hace años.
Es como si el libro que tanto te gusta llegase al final. Te alegras y a la vez te encantaría que la página ochocientas cincuenta y nueve fuese infinita. O, si eres de otro tipo de arte, es como ese cuadro sin sentido, soso, frío, ese en que nadie se fija pero que, sin embargo, para ti es la descripción perfecta del fin del mundo.
Todo se trata de la perspectiva y hay quien ha recorrido y mirado desde todas las esquinas del mundo. Pero hay recovecos redondos, sin ángulos y son pocos los que se sientan allí a observarnos. Son todos esos locos que un día fueron pino, pájaro. Los que un día, sin quererlo, cultivaron maleza en su cabeza o los que dejaron que se colase la niebla por una de sus ventanas. Son esos que, al fin y al cabo, una vez tuvieron un mal día, un tropiezo y decidieron cambiar de aires y vivir por encima de los tejados. Son todas esas personas que están realmente vivas, que han llegado a algo. Que tienen aspiraciones, sueños, ideas. Los que poseen todos los tesoros no materiales e irónicamente son los que llamamos pobres.
Ya nunca cierro la ventana.

Yeray B.




Escrito en el aire

Supe qué era el miedo en el momento en que te miré a los ojos. 
Te desnudé sin permiso, pero sin quitarte la ropa. 
Me sentí enano. 
Saqueé todo lo que pude y no dejé ni una huella, nada que me delatase. 
Huí. Huí lejos de ti, pero, la vida es puta y el hado quiso que me encontrases. 
Estúpido yo, me creía invencible. 
Pensé que era inmortal. 
Tú para mí como la kryptonita para Superman y, en dos segundos, yací inerte en el frío.

Vacuo, sin llama, gélido. 
Anhelé cada una de aquellas noches bajo tu fuego, cada susurro y cada puto verso que me escribiste y recitaste. 
Sentí que todo aquello se iba, me dejaba poco a poco y ya no lo conseguía alcanzar. 
Joder, tus besos, como echaba en falta tus malditos labios. 
Una vez más: idiota. 
Sin remordimientos. 
Sin un maldito recuerdo de nada.

Choque de planetas al igual que las copas durante un brindis y, al cabo de unas horas, cada uno en su casa.
Tan solo un protocolo del universo. 
Una conspiración quizás trazada por algún loco en un recorte de revista antigua. 
Muerto, así estaba ahora. 
Cosecha de mis actos.
Atrapado por mi propia sombra.

Yeray B.






Sin destinatario

Es increíble. Tu mundo se detiene de pronto. De buenas a primeras.
Un segundo antes de que sonase el teléfono acababas de entrar por la puerta de casa y quién te diría que al contestar a esa llamada el tiempo dejaría de existir.
A veces pienso en qué pasaría si todos desaparecieran. Si esas luces se apagasen o simplemente se desvanecieran como tinta de calamar en el agua.
"Los valores son como faros" ¡Y un cuerno!
Me he dado cuenta, quizás tarde o quizás no, de que lo que de verdad mueve mi mundo son todas esas personas de ahí fueras. Esas que estuvieron cuando nací, las que me han visto crecer, las que se han ido, las que pueden venir o simplemente aquellas que un día se acercaron a mí mientras leía alguna columna de un periódico viejo en l tranvía.
¿Qué ocurriría si, al igual que la llamada telefónica, esas personas simplemente dejasen de existir? ¿Mi mundo realmente se detendría?
Está claro, seguiría lloviendo, seguirían existiendo las estaciones, las guerras, ... Pero ¿para mí realmente existirían?
A veces es como si todos estuviésemos hilvanados a ninguna parte. Como si, de repente la más mínima brisa pudiese tirarnos al suelo y hacernos caer en algún agujero sin fondo.

No digo que esta vaya a ser mi última carta, pero, si algún día llegas a leerla, quiero que sepas algo que en el fondo ya sabes. Relee este texto todas las veces que lo necesites e intenta mirar en tu interior.
¿Una pista? Gracias.

Yeray Brito.





Bajo llave

Cruzo la calle sin mirar,
paseo bajo los árboles
y se dibujan en mi piel sus hojas,
tinta pasajera de una tarde cualquiera.

Es agradable la brisa 
acariciando y desordenando mi pelo.
No oigo más que mis pasos,
aunque camino sin dejar huella.

El cielo está medio desnudo
testigo eterno de todo lo que acontece.
No varía, no juzga, no siente.
Nada, absolutamente todo.

Se trata de esto,
o eso creo.
Vivir el tiempo, el momento,
porque está esperando al siguiente tren para irse.

Absorbo los últimos suspiros que le quedan al sol
y vuelvo sobre mis pasos.
Comprendemos o al menos eso creemos.
Sabemos o eso decimos.
Pero, ¿qué importa?

Yeray Brito (A.)






Monotonía

Sexta planta. Dos puertas. Una frente a la otra. Izquierda y derecha. Las 7:30 a.m. Aún todo es oscuro, aunque ya comienzan a despuntar las primeras luces del amanecer. Fuera la vida ya hace varias horas que ha vuelto a resurgir y muchos ya están en la calle.
Pero este no es el caso de la joven que habita en el piso de la derecha. Ha tenido una mala noche y apenas ha dormido. Mira su reloj de mesa, son las 7:45. Tan solo le quedan unos minutos hasta que suene la alarma. Da vueltas y mira fijamente a la pared. Las 7:50. Clava su mirada en las nubes dibujadas en el techo de su dormitorio. ¿Cuántas habrá allí arriba? Las 8:00, suena la alarma. Alarga el brazo y para el sonido.
Se levanta envuelta en mantas y las deja caer dejando al descubierto su desnudo color nieve. Nunca ha sido capaz de dormir con ropa, ni siquiera en los días más fríos de invierno.
Se dirige a la cocina. A las 8:05 se prepara un café que, como siempre, deja sobre la mesa para esperar a que se enfríe un poco.
Entonces coge un cigarrillo y lo enciende. Ahora tocan veinte minutos de limpieza. Barre la casa a la vez que fuma, algo estúpido pues según va barriendo las cenizas de su cigarro caen al suelo volviendo a ensuciar lo que ya estaba limpio.
Se toma un descanso a las y media. Abre la cortina de su ventanal y se asoma por él para mirar al mundo. Desde aquella altura nadie la verá desnuda. Y si la ven ¿qué más dará? Espera ese coche, el Ford que pasa siempre, puntual, a esa hora. Y ahí está. El semáforo en rojo y, exactamente dos minutos más tarde cambia de color haciendo que el coche siga su rumbo y se aleje hasta el día siguiente. Hora de seguir con la rutina.
Pone un CD, su favorito, y suena Cry Baby de Janis Joplin. Baila y se viste y baila mientras se viste. Se pone el vestido negro de encaje y unas medias. A continuación se arregla el pelo y se maquilla. No saldrá del edificio hasta la hora de ir a trabajar, pero le gusta verse arreglada. Las 9:00, mantiene su teléfono con ella pues tarde o temprano llamará su madre como cada jueves para saber cómo le va en su nuevo piso, en su nueva vida a solas.
La llamada esperada y, antes de responder al teléfono, esconde los cigarrillos. Su madre no sabe que fuma, tampoco la puede ver, pero es un acto reflejo, un acto de culpabilidad. Ahora sí, responde. ¿Qué nuevas noticias tendrá que contarle su madre? Ninguna, como de costumbre. Sigue haciendo varias cosas por la casa con el móvil en la oreja.
Entonces la voz del teléfono le pregunta por su desayuno, por si ha tomado algo. Busca la taza de café con la mirada, ahora frío e inservible, y tarda en responder. “Sí, he tomado café” contesta finalmente. Pero es difícil engañar a una madre y esta no es una excepción. La regaña,  “Tienes que desayunar bien todos los días. El desayuno es la comida más importante. Tiene que ser rico y variado. ¿Cómo esperas tener fuerzas para enfrentar al día si no desayunas?”
A continuación llega la parte más entretenida de la conversación en la que su madre le cuenta las mismas historias de siempre. Desconecta, pero se lleva el teléfono encima. Deja de hacer caso a la voz que sale de él.
Finalmente, la llamada acaba a las 9:40, la hora normal ya que su madre tiene que ir a trabajar. Se sienta en el sofá y enciende el televisor. Pasa los canales del 1 al 10 rápidamente, son sus favoritos, pero nunca tiene tiempo para verlos. Deja uno de ellos de fondo y se dispone a preparar la comida para el almuerzo. Decide preparar macarrones con queso. No sabe por qué pero a todo le pone queso, le encanta, es como su pequeña píldora de felicidad diaria.
Entre una cosa y otra ya son las 10:35, lo indica el reloj de cocina. Apaga el fuego, huele delicioso. Guarda la comida en el interior del horno para luego gratinar el queso y limpia lo que ha ensuciado. La cocina queda impecable.
Se dirige a la puerta, como cada jueves bajará a por el correo, pero cuando va a salir echa un último vistazo a su reloj de muñeca. Las 11:02. Aún faltan un par de minutos para que el cartero llegue al edificio. ¿Y las llaves, dónde las habrá dejado?
Las busca por toda la casa. En el recibidor, en su dormitorio, en el escritorio e incluso en la mesita auxiliar del salón. No aparecen. Odia ser tan desordenada, pero tampoco hace nada para cambiarlo. Finalmente decide salir sin ellas, dejar la puerta entreabierta para poder entrar al regresar. Va a la nevera para servirse un vaso de agua fría antes de bajar y, al abrirla, ¡sorpresa! Aparecen las llaves, allí dentro, junto al cartón de leche.
Abre la puerta y, entonces, la puerta del piso de la izquierda también se abre.

Son las 8:30. En el piso de la izquierda suena un despertador. Lo apaga sin apenas abrir los ojos y retrasa la alarma quince minutos más. Sigue durmiendo hasta que el despertador suena de nuevo, pero decide que aún es pronto para levantarse, así que vuelve a retrasar la alarma hasta las 9 en punto. Ahora sí, es hora de levantarse. Todavía se queda un rato más entre las sábanas, dando vueltas en la cama y estirándose. Como cada día, intenta recordar lo que ha soñado pero no lo consigue.
Se levanta al fin y va al baño a orinar. Se lava la cara y se mira en el espejo. ¡Vaya pelos! Se peina con las manos, exactamente pasa los dedos por su cabello siete veces, tres hacia cada lado y una última vez en el centro para colocarse el fleco, a la vez que susurra la cuenta “Una, dos, tres,…”
Las 9:15, prepara una tostada y le añade mermelada. Mientras se la come se dirige a la estantería de los vinilos y comienza a ordenarlos por orden alfabético, como todas las mañanas, aunque sabe que acabará desordenándolos de nuevo al final del día.
Tiene que preparar los balances semanales, cada jueves ha de presentarlos en la empresa. Busca su ordenador portátil entre el desorden de su escritorio: papeles, facturas, bocetos, tinta,… Siempre deja todo lo relacionado con su trabajo para última hora, en este sentido no se lo toma muy en serio. De hecho su gran sueño sería dejar aquel trabajo mal pagado y dedicarse a viajar. Cada día una aventura. Subirse a su moto y recorrer kilómetros y kilómetros hasta llegar a algún lugar lejos de allí. Conocer mundo.
Acaba los balances en media hora, se sienta en su sofá tras poner en el tocadiscos el primer vinilo del día. Se sirve una copa de whiskey y comienza a leer el periódico. Solo lee los titulares, no necesita más pues siempre cuentan lo mismo. Se distrae un buen rato de aquella manera, incluso resuelve el sudoku que viene impreso. Al llegar a la sección deportiva para de leer y mira la hora. Está a punto de llegar el cartero y el aún en calzoncillos y camiseta. Busca el pantalón del pijama entre las sábanas, debajo de la cama, en la silla y, al final, lo encuentra en el armario, donde debería de estar. Este hecho lo asombra y le hace sonreír. Se pone los pantalones y mira el reloj: las 11:04. Sale descalzo del piso y deja el vinilo sonando.
En ese momento se abre la puerta del piso de enfrente, de donde sale la joven. Apenas se miran. Indiferencia tal vez. Están acostumbrados, cada jueves coinciden a esa hora para ir a por el correo. No es nada nuevo en sus vidas. Las 11:05. Él presiona el botón y le pregunta casi en un susurro si ella va a bajar (pregunta estúpida de cortesía pues es algo obvio), ella asiente sin mirarlo. Llega el ascensor, ha tardado diez segundos en subir, lo normal. Suben a él y ella presiona el botón de la planta baja. Las puertas se cierran. Hay silencio en el edificio. Pasan dos segundos, el ascensor está en el quinto piso, cinco segundos y ya van por el tercero. Escuchan la puerta del edificio abrirse, ahí está el cartero. Tan solo quedan unos segundos para llegar al primer piso. De pronto una sacudida y el ascensor se para en seco, justo antes de llegar a su destino.
Esperan un poco mirando a la nada, pensando que el ascensor continuará su camino de un momento a otro. Pero no ocurre. Miran los relojes a la vez, el correo ya debe de estar en sus buzones esperándolos. Ella presiona varias veces el botón de la planta baja, como si de esa forma el ascensor se fuese a apiadar y terminase de bajar hasta allí.
Él vuelve a mirar su reloj. Ella se sienta en el suelo del ascensor.
Se pone nervioso. “Fantástico, no solo no tengo mi correo sino que me estoy perdiendo el vinilo de Janis Joplin que dejé sonando en mi piso”.
Con la mirada clavada en el suelo ella le dice que suele vestirse todas las mañanas sobre las 8:05 escuchando a Janis Joplin. Vuelven a mirar los relojes
Se sienta a su lado y le confiesa que ya sabe de su gusto sobre Joplin porque la ha escuchado cantar varias canciones suyas en el bar donde ella trabaja. Todos los días al salir de la oficina va allí a tomarse un Martini antes de regresar a casa.
“Siempre he querido hacerlo en un ascensor”
¡¿Qué?! Espera, ¿ habrá escuchado bien? ¿De verdad aquella joven acaba de decir lo que él cree? Sí, lo ha dicho. Bueno o eso cree él. Le da vueltas a la cabeza, aquellas palabras suenan en su interior. No está seguro. Le pide que repita lo último que dijo. Entonces se abren las puertas del ascensor y por la abertura asoma la cabeza del conserje que ha acudido a sacarlos de allí.

Terminan de bajar hasta el primer piso por las escaleras. Van a por el correo, como siempre, en silencio. Ella ríe. Miran los relojes a la vez y se los quitan. Los dejan encima del buzón y entran de nuevo en el ascensor aún atascado.

María y Yeray Brito (A.)



En días como este

Lo que más me gusta de los días como este 
es que puedo enredarme entre tus dedos.
No hay preocupaciones y el aire se corta a ritmo de pulmón
cuando explotan todos esos fuegos artificiales incoloros.

Te recortas contra la pared en forma de sombra 
y yo alucino y viajo por tu proyección sin airbag.
Accidente inevitable y multa por exceso de ti.

Nos sentimos como bailando con la muerte
y solo entonces nos atrevemos a mirarnos directamente.
Desnudos o no, no importa,
pues la vergüenza se quedó enganchada en algún rincón.

Encendemos cada uno un cigarrillo,
la norma: calada, beso, calada.
Te quedas dormida y yo vigilo,
aunque al final también me vencen y recuesto mi cuerpo contra el tuyo.

Cada domingo planeamos un suicidio
pero, joder, mira que somos malos
siempre sale mal y acabamos los dos
llenos el uno del otro.

Yeray Brito (A.)






Sin remitente

Hola, ¿cómo va todo? (bueno, aunque tan solo es una pregunta de cortesía porque realmente no me interesa demasiado. Así que, si quieres, no contestes).
Te escribo porque te conozco mejor de lo que piensas, aunque tú a mí no me conoces. De hecho, no tienes la menor idea de quién puedo ser.
Te escribo porque creo que ya es hora de dejar zanjados ciertos asuntos, de bajar el telón de las obras inacabadas y de mirar hacia otro lado, a través de otro color.
En estos años he visto cómo crecías, cómo ibas madurando y cambiando. Pero, cansado de estar en las sombras y de actuar solamente como una voz en off de tu cabeza, he sacado el valor para escribir esto.
Tienes que dejar atrás la pereza y la autocompasión.  De verdad, vales mucho. Lo has demostrado y, lo más importante, te lo has demostrado. Entonces, ¿por qué te resignas y te niegas a aceptarlo? ¿Por qué huyes como un cobarde cuando todo se pone feo?

¡Ya basta idiota!

El resto ya lo sabes. Ahora te toca a ti seguir escribiendo esta carta.

Para Yeray Brito (A.)

Cárcel mental

Me levanto y me encuentro tal y como me dejé la noche anterior: lleno de preguntas  y contigo en mi cabeza, pero no en mi cama.
Intento ponerme en pie, pero no lo consigo y me tambaleo descalzo en el suelo hasta que finalmente logro dar unos cuantos pasos. Y, al mirar por la ventana, aún es de noche.
Entonces me siento en la silla frente a la cama y sostengo mi cabeza entre mis manos a la vez que hundo los dedos en mi pelo.
La mente en blanco y la mirada perdida con el recuerdo de tu espalda al salir por la puerta el día anterior clavado en aquel beso que me diste y te llevaste como equipaje.
No me pesan los años, pues soy demasiado joven. Pero sin embargo estoy cansado y solo me apetece hacerme a un lado para no molestar en el camino de nadie. Pasar desapercibido y, al final, desaparecer en una implosión silenciosa.
Así, tras un largo tiempo, mi mente termina de despertar y me encuentro lleno de odio y de rabia hacia mi persona y  solo quiero darme contra algún muro hasta que el dolor calle ese sentimiento de culpa.
Soy inútil e inconsciente de cuándo o por qué. Tan solo sé que avanzas varios metros por delante y que nunca llego a alcanzarte del todo.
No vale la pena estar así, observando las extrañas curvas del minutero del reloj avanzando conforme el tiempo navega y se aleja. Pero no puedo evitarlo.
Comienzo la rutina, tediosa y maldita rutina de la que soy prisionero.
No consigo dejar de pensar en todo momento en eso que me preocupa y de lo que soy esclavo a pesar de la multitud de palabras que me llegan y de las sensaciones que percibo a través de los sentidos. Porque el frío me muerde pero no lo noto, porque mi alma grita pero no la escucho. Porque a veces la mente lo acapara absolutamente todo y no queda hueco para el resto del mundo. Es cárcel y amiga traicionera.

Yeray Brito (A.)


Te me escapas entre los dedos, intangible

Es el juego del caos
y gana nadie por jugar mejor.
No hay reglas ni árbitro,
tan solo vacío.

Como al unísono todo se destruye
caen los muros
y el viento cesa para siempre.

A nadie parece importarle,
y todos son felices.
Trabajan, comen y follan,
no son conscientes.

Suenan las gotas contra el cristal
intentan penetrarlo con complejo de bala,
sin éxito y atacarnos
o acabar con nosotros.

Constantes como el latir de tu corazón
una y otra vez percusiones aceleradas
y yo intento descubrir un patrón,
algo inútil a la vez que inexistente.

Sustituta del café o la heroína
te atreves a amortiguarlo,
al sonoro repiqueteo, con tus gemidos.

Disfrutas, te diviertes y juegas
sabiendo que esta vez no puedes perder
pues al sexo no hay quién te venza,
aunque te rindes y te das por vencida.

Tu piel se carga de electricidad
al impactar contra mi desnudo
y la transmites con tus ojos verdes
como chispas que erizan la mía.

Te me escapas entre los dedos, intangible,
y huyes buscando cobijo,
como siempre,
entre mis sábanas.

Solo dos personas más 
que huyen del caos
y liberan, así,
al mundo.

Yeray Brito (A.)