Era un domingo

      La tarde en la que decidí quererte era un domingo y vaya mierda de tarde fui a elegir. Llovía y, por si no fuera poco, al día siguiente sería lunes. Sí, en esto el mundo aún no había cambiado y el lunes seguía al domingo, y las personas odiaban los lunes, aunque siempre estaban aquellas personas, positivas, que veían encanto hasta en la celebración de un funeral.
     Lo cierto es que tenía miles de cosas que hacer aquella tarde, pero ninguna me parecía tan atractiva como la pérdida, irreversible, del tiempo. ¡Qué idiotez! Pero era joven y aún esas cosas no me preocupaban.
    Me distraía, jugaba con un bolígrafo en la boca y el papel que tenía justo ante mí estaba prácticamente en blanco, si ignoramos la fecha del margen superior derecho. Sonó el teléfono y, aunque mentalmente me levanté de la silla y fui con paso firme a descolgar el auricular para contestar a la llamada, realmente esto nunca ocurrió, tan solo sonó una y otra vez. Sonaría dos o puede que tres veces más, despertando en mí la misma actitud ante la “ardua” tarea de contestar a una llamada. Entonces, sucedió algo inaudito, esta vez volvieron a llamar pero, a diferencia de la vez anterior, sonó mi teléfono móvil. Lo tenía a mano, no debía ni siquiera levantarme para atender a la llamada y, además, tenía la opción de ver quién era esa persona que insistía en hablar conmigo antes de aceptar, o no, mantener una conversación que puede que durase horas o minutos. Irónico, aquí el tiempo sí parecía importante. Mientras pensaba en todo esto, mi interlocutor, quien quiera que fuese ya que nunca se me ocurrió mirar en el buzón de llamadas, se cansó de esperar a mi respuesta y, hastiado, colgó.
      Da igual, la llamada realmente no era importante, tan solo quería asegurarme de transmitirte el grado de distracción mental en el que me encontraba sumergido, lo que me llevó a pasear la mirada por el estante que tenía encima de mi cabeza. Me reí del ridículo descubrimiento que acababa de realizar, "el gran hallazgo de mi vida", como lo calificaría para el resto de mis días: aún seguías allí presente, en forma de dibujo o fotografía. De verdad, ¿había sido tan vago que, a pesar de los muchos días que llevábamos ya sin vernos (un año en concreto), aún no había guardado todas aquellas cosas "tuyas" (mías)?
       No fue entonces cuando decidí quererte, eso vendría a continuación.
      Cogí todas aquellas cosas y las guardé en el cajón que te había reservado, un pequeño hueco en mi habitación, dentro del armario. Releí las cartas, los mensajes en pequeños papeles, las entradas de cine de las películas que vimos e incluso admiré el "arte" de tus dibujos. Es curioso, todo aquello me había parecido bonito en algún tiempo pasado y ahora me producía risa. No se malinterprete esto último, no era una risa maligna, era una risa de esas que se nos presentan cuando aterriza en nuestra mente un buen recuerdo. Reí y reí. Me sumergí en el cajón, al igual que un buzo hace lo propio en el mar, y cuando al fin emergí de nuevo a la superficie ya no era por la tarde y tampoco era domingo.


2 comentarios:

  1. La tarde en la que decidí leerte era un domingo y vaya tarde tan bonita fui a elegir. Me encanta la fuerza con la que has vuelto, Yeray, y muchísimo más la melancolía que desprende cada palabra. Es mejor hacerlo sentir que sentirlo, y tú lo haces.
    Te acompaño en el sentimiento, hay que estar verdaderamente triste para escribir así.

    Un millón de abrazos y una tormenta.

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    1. Gracias Estela como siempre por molestarte y comentar mis entradas.
      Lo cierto es que me estoy sorprendiendo a mí mismo. También me gusta esta nueva etapa mía en cuanto a escribir se refiere. Saber que llego a transmitir sentimientos es algo que realmente me llena de satisfacción.
      A veces se trata de estar triste y otras de cambiar de piel por un instante. Todo es cuestión de perspectiva desde luego.
      Un abrazo enorme para ti y mil gracias.

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