Sexta
planta. Dos puertas. Una frente a la otra. Izquierda y derecha. Las 7:30 a.m.
Aún todo es oscuro, aunque ya comienzan a despuntar las primeras luces del
amanecer. Fuera la vida ya hace varias horas que ha vuelto a resurgir y muchos ya están en la calle.
Pero
este no es el caso de la joven que habita en el piso de la derecha. Ha tenido
una mala noche y apenas ha dormido. Mira su reloj de mesa, son las 7:45. Tan
solo le quedan unos minutos hasta que suene la alarma. Da
vueltas y mira fijamente a la pared. Las 7:50. Clava su mirada en las nubes
dibujadas en el techo de su dormitorio. ¿Cuántas habrá allí arriba? Las 8:00,
suena la alarma. Alarga el brazo y para el sonido.
Se
levanta envuelta en mantas y las deja caer dejando al descubierto su desnudo color nieve. Nunca ha sido capaz de dormir con ropa, ni siquiera en los días
más fríos de invierno.
Se
dirige a la cocina. A las 8:05 se prepara un café que, como siempre, deja sobre
la mesa para esperar a que se enfríe un poco.
Entonces
coge un cigarrillo y lo enciende. Ahora tocan veinte minutos de limpieza. Barre
la casa a la vez que fuma, algo estúpido pues según va barriendo las cenizas de
su cigarro caen al suelo volviendo a ensuciar lo que ya estaba limpio.
Se
toma un descanso a las y media. Abre la cortina de su ventanal y se asoma por
él para mirar al mundo. Desde aquella altura nadie la verá desnuda. Y si la ven
¿qué más dará? Espera ese coche, el Ford que pasa siempre, puntual, a esa hora. Y
ahí está. El semáforo en rojo y,
exactamente dos minutos más tarde cambia de color haciendo que el coche siga su rumbo y se aleje hasta el día siguiente. Hora de
seguir con la rutina.
Pone
un CD, su favorito, y suena Cry Baby
de Janis Joplin. Baila y se viste y baila mientras se viste. Se pone el vestido
negro de encaje y unas medias. A continuación se arregla el pelo y se maquilla.
No saldrá del edificio hasta la hora de ir a trabajar, pero le gusta verse
arreglada. Las 9:00, mantiene su teléfono con ella pues tarde o temprano
llamará su madre como cada jueves para saber cómo le va en su nuevo piso, en su
nueva vida a solas.
La llamada esperada y, antes de responder al teléfono, esconde los cigarrillos. Su madre no sabe que
fuma, tampoco la puede ver, pero es un acto reflejo, un acto de culpabilidad.
Ahora sí, responde. ¿Qué nuevas noticias tendrá que contarle su madre? Ninguna,
como de costumbre. Sigue haciendo varias cosas por la casa con el móvil en la
oreja.
Entonces
la voz del teléfono le pregunta por su desayuno, por si ha tomado algo. Busca
la taza de café con la mirada, ahora frío e inservible, y tarda en responder.
“Sí, he tomado café” contesta finalmente. Pero es difícil engañar a una madre y
esta no es una excepción. La regaña,
“Tienes que desayunar bien todos los días. El desayuno es la comida más
importante. Tiene que ser rico y variado. ¿Cómo esperas tener fuerzas para
enfrentar al día si no desayunas?”
A
continuación llega la parte más entretenida de la conversación en la que su
madre le cuenta las mismas historias de siempre. Desconecta, pero se lleva el
teléfono encima. Deja de hacer caso a la voz que sale de él.
Finalmente,
la llamada acaba a las 9:40, la hora normal ya que su madre tiene que ir a
trabajar. Se sienta en el sofá y enciende el televisor. Pasa los canales del 1
al 10 rápidamente, son sus favoritos, pero nunca tiene tiempo para verlos. Deja
uno de ellos de fondo y se dispone a preparar la comida para el almuerzo.
Decide preparar macarrones con queso. No sabe por qué pero a todo le pone
queso, le encanta, es como su pequeña píldora de felicidad diaria.
Entre
una cosa y otra ya son las 10:35, lo indica el reloj de cocina. Apaga el fuego,
huele delicioso. Guarda la comida en el interior del horno para luego gratinar
el queso y limpia lo que ha ensuciado. La cocina queda impecable.
Se
dirige a la puerta, como cada jueves bajará a por el correo, pero cuando va a
salir echa un último vistazo a su reloj de muñeca. Las 11:02. Aún faltan un par
de minutos para que el cartero llegue al edificio. ¿Y las llaves, dónde las
habrá dejado?
Las
busca por toda la casa. En el recibidor, en su dormitorio, en el escritorio e
incluso en la mesita auxiliar del salón. No aparecen. Odia ser tan desordenada,
pero tampoco hace nada para cambiarlo. Finalmente decide salir sin ellas, dejar
la puerta entreabierta para poder entrar al regresar. Va a la nevera para
servirse un vaso de agua fría antes de bajar y, al abrirla, ¡sorpresa! Aparecen
las llaves, allí dentro, junto al cartón de leche.
Abre
la puerta y, entonces, la puerta del piso de la izquierda también se abre.
Son
las 8:30. En el piso de la izquierda suena un despertador. Lo apaga sin apenas
abrir los ojos y retrasa la alarma quince minutos más. Sigue durmiendo hasta
que el despertador suena de nuevo, pero decide que aún es pronto para
levantarse, así que vuelve a retrasar la alarma hasta las 9 en punto. Ahora sí,
es hora de levantarse. Todavía se queda un rato más entre las sábanas, dando
vueltas en la cama y estirándose. Como cada día, intenta recordar lo que ha
soñado pero no lo consigue.
Se
levanta al fin y va al baño a orinar. Se lava la cara y se mira en el espejo.
¡Vaya pelos! Se peina con las manos, exactamente pasa los dedos por su cabello
siete veces, tres hacia cada lado y una última vez en el centro para colocarse el fleco, a la vez que susurra la cuenta “Una, dos, tres,…”
Las
9:15, prepara una tostada y le añade mermelada. Mientras se la come se dirige a
la estantería de los vinilos y comienza a ordenarlos por orden alfabético, como
todas las mañanas, aunque sabe que acabará desordenándolos de nuevo al final del día.
Tiene
que preparar los balances semanales, cada jueves ha de presentarlos en la
empresa. Busca su ordenador portátil entre el desorden de su escritorio:
papeles, facturas, bocetos, tinta,… Siempre deja todo lo relacionado con su
trabajo para última hora, en este sentido no se lo toma muy en serio. De hecho
su gran sueño sería dejar aquel trabajo mal pagado y dedicarse a viajar. Cada
día una aventura. Subirse a su moto y recorrer kilómetros y kilómetros hasta
llegar a algún lugar lejos de allí. Conocer mundo.
Acaba
los balances en media hora, se sienta en su sofá tras poner en el tocadiscos el
primer vinilo del día. Se sirve una copa de whiskey y comienza a leer el
periódico. Solo lee los titulares, no necesita más pues siempre cuentan lo
mismo. Se distrae un buen rato de aquella manera, incluso resuelve el sudoku
que viene impreso. Al llegar a la sección deportiva para de leer y mira la
hora. Está a punto de llegar el cartero y el aún en calzoncillos y camiseta.
Busca el pantalón del pijama entre las sábanas, debajo de la cama, en la silla
y, al final, lo encuentra en el armario, donde debería de estar. Este hecho lo
asombra y le hace sonreír. Se pone los pantalones y mira el reloj: las 11:04. Sale descalzo del
piso y deja el vinilo sonando.
En
ese momento se abre la puerta del piso de enfrente, de donde sale la joven.
Apenas se miran. Indiferencia tal vez. Están acostumbrados, cada jueves
coinciden a esa hora para ir a por el correo. No es nada nuevo en sus vidas.
Las 11:05. Él presiona el botón y le pregunta casi en un susurro si ella va a
bajar (pregunta estúpida de cortesía pues es algo obvio), ella asiente sin
mirarlo. Llega el ascensor, ha tardado diez segundos en subir, lo normal. Suben
a él y ella presiona el botón de la planta baja. Las puertas se cierran. Hay
silencio en el edificio. Pasan dos segundos, el ascensor está en el quinto
piso, cinco segundos y ya van por el tercero. Escuchan la puerta del edificio
abrirse, ahí está el cartero. Tan solo quedan unos segundos para llegar al
primer piso. De pronto una sacudida y el ascensor se para en seco, justo antes
de llegar a su destino.
Esperan
un poco mirando a la nada, pensando que el ascensor continuará su camino
de un momento a otro. Pero no ocurre. Miran los relojes a la vez, el correo ya
debe de estar en sus buzones esperándolos. Ella presiona varias veces el botón
de la planta baja, como si de esa forma el ascensor se fuese a apiadar y
terminase de bajar hasta allí.
Él
vuelve a mirar su reloj. Ella se sienta en el suelo del ascensor.
Se
pone nervioso. “Fantástico, no solo no tengo mi correo sino que me estoy perdiendo el vinilo de Janis Joplin que dejé sonando en mi piso”.
Con
la mirada clavada en el suelo ella le dice que suele vestirse todas las mañanas
sobre las 8:05 escuchando a Janis Joplin. Vuelven a mirar los relojes
Se
sienta a su lado y le confiesa que ya sabe de su gusto sobre Joplin porque la ha
escuchado cantar varias canciones suyas en el bar donde ella trabaja. Todos los
días al salir de la oficina va allí a tomarse un Martini antes de regresar a casa.
“Siempre
he querido hacerlo en un ascensor”
¡¿Qué?! Espera, ¿ habrá escuchado bien? ¿De verdad aquella joven acaba de decir lo que
él cree? Sí, lo ha dicho. Bueno o eso cree él. Le da vueltas a la cabeza,
aquellas palabras suenan en su interior. No está seguro. Le pide que repita lo
último que dijo. Entonces se abren las puertas del ascensor y por la abertura
asoma la cabeza del conserje que ha acudido a sacarlos de allí.
Terminan
de bajar hasta el primer piso por las escaleras. Van a por el correo, como siempre,
en silencio. Ella ríe. Miran los relojes a la vez y se los quitan. Los dejan
encima del buzón y entran de nuevo en el ascensor aún atascado.