Mirar a alguien

   Mirar a alguien y pensar "joder, quiero a esta persona". Quizás no todo el mundo ha experimentado una reflexión, aparentemente sin trasfondo, como esta. Por el contrario, muchos otros sí hemos "sufrido" en nuestras carnes, como se suele decir en este y otros casos, una situación sentimental de este tipo.
   Pero, ¿qué ocurre cuando esa persona no está ahí? Ahora no la estás viendo directamente, no puedes pensar que la quieres con solo el contacto visual, observándola haciendo cualquier cosa cotidiana: mirar a la nada, pensar, reír, abrocharse el botón de su camisa, su silencio, ... En ese momento no existen ese tipo de cosas y, sin duda alguna, se sabe que la humanidad lleva experimentando este tipo de emociones a pesar de que la teoría las da por imposibles.
   Tan solo hace falta un recuerdo, un nombre, una palabra en la cabeza, un olor, cualquier tipo de estímulo es válido, para pensar eso de "joder, quiero a esta persona". Y, es cierto que la primera vez que padecemos el síndrome del recuerdo creemos chocarnos contra una montaña, teniendo como resultado una avalancha de mil y una dudas por segundo, ¿acaso no es natural? 
   Incluso, cuando tratas de olvidar a alguien, cuando te enfadas con un ser humano y te llegas incluso a esforzar en cortar cualquier tipo de vínculo creado entre tu persona y la suya pueden aflorar este tipo de ideas.
   Me he hecho estas preguntas y muchas otras en los últimos días, comprensible e inevitable. Seguramente, en esto, no soy el único. Tan solo trato de ser comprensivo y acorde con las reglas sociales establecidas, respetar las decisiones de los demás y controlar el desbocado caballo al que solemos dar nombre de corazón.
   Un pequeño inciso. El corazón es un órgano cuya función es bombear sangre hacia todo nuestro organismo. No piensa, no siente. El ser humano tiende a culparlo de sus decisiones y emociones, pero estas están en nuestra cabeza, en nuestra forma de afrontar las cosas, con mayor o menor madurez.
   Por eso, aunque me refiera al corazón como un caballo desbocado, debemos tener en cuenta que hablo de la mente y de mi persona, no de ese órgano gracias al cual tengo sangre desde la cabeza hasta el talón.
   Volviendo a las incógnitas anteriores y, para finalizar, he de confesar que he intentado buscar las mil y una respuestas a sus respectivas preguntas y en todas ellas, como si de un tipo test se tratase, he marcado la misma casilla: "joder, te quiero".


Era un domingo

      La tarde en la que decidí quererte era un domingo y vaya mierda de tarde fui a elegir. Llovía y, por si no fuera poco, al día siguiente sería lunes. Sí, en esto el mundo aún no había cambiado y el lunes seguía al domingo, y las personas odiaban los lunes, aunque siempre estaban aquellas personas, positivas, que veían encanto hasta en la celebración de un funeral.
     Lo cierto es que tenía miles de cosas que hacer aquella tarde, pero ninguna me parecía tan atractiva como la pérdida, irreversible, del tiempo. ¡Qué idiotez! Pero era joven y aún esas cosas no me preocupaban.
    Me distraía, jugaba con un bolígrafo en la boca y el papel que tenía justo ante mí estaba prácticamente en blanco, si ignoramos la fecha del margen superior derecho. Sonó el teléfono y, aunque mentalmente me levanté de la silla y fui con paso firme a descolgar el auricular para contestar a la llamada, realmente esto nunca ocurrió, tan solo sonó una y otra vez. Sonaría dos o puede que tres veces más, despertando en mí la misma actitud ante la “ardua” tarea de contestar a una llamada. Entonces, sucedió algo inaudito, esta vez volvieron a llamar pero, a diferencia de la vez anterior, sonó mi teléfono móvil. Lo tenía a mano, no debía ni siquiera levantarme para atender a la llamada y, además, tenía la opción de ver quién era esa persona que insistía en hablar conmigo antes de aceptar, o no, mantener una conversación que puede que durase horas o minutos. Irónico, aquí el tiempo sí parecía importante. Mientras pensaba en todo esto, mi interlocutor, quien quiera que fuese ya que nunca se me ocurrió mirar en el buzón de llamadas, se cansó de esperar a mi respuesta y, hastiado, colgó.
      Da igual, la llamada realmente no era importante, tan solo quería asegurarme de transmitirte el grado de distracción mental en el que me encontraba sumergido, lo que me llevó a pasear la mirada por el estante que tenía encima de mi cabeza. Me reí del ridículo descubrimiento que acababa de realizar, "el gran hallazgo de mi vida", como lo calificaría para el resto de mis días: aún seguías allí presente, en forma de dibujo o fotografía. De verdad, ¿había sido tan vago que, a pesar de los muchos días que llevábamos ya sin vernos (un año en concreto), aún no había guardado todas aquellas cosas "tuyas" (mías)?
       No fue entonces cuando decidí quererte, eso vendría a continuación.
      Cogí todas aquellas cosas y las guardé en el cajón que te había reservado, un pequeño hueco en mi habitación, dentro del armario. Releí las cartas, los mensajes en pequeños papeles, las entradas de cine de las películas que vimos e incluso admiré el "arte" de tus dibujos. Es curioso, todo aquello me había parecido bonito en algún tiempo pasado y ahora me producía risa. No se malinterprete esto último, no era una risa maligna, era una risa de esas que se nos presentan cuando aterriza en nuestra mente un buen recuerdo. Reí y reí. Me sumergí en el cajón, al igual que un buzo hace lo propio en el mar, y cuando al fin emergí de nuevo a la superficie ya no era por la tarde y tampoco era domingo.


Por un maldito Je t'aime

  No sabiendo cómo comenzar a escribir decido, de manera bastante acertada, dejar que simplemente el texto surja sin un previo planteamiento temático o de contenido, tan solo escribir lo que me va viniendo a la cabeza o, dicho en una lengua hermana, “à l’esprit”.
  Contaminado de ideas vagas y vacías, de palabras que jamás me atreveré a susurrar o a gritar, de medios miedos y fantasmas de sábana blanca y cadena. Como un niño que duerme con la luz de la mesilla auxiliar encendida y que, haciendo de tripas corazón, mira tímidamente bajo su cama y en el interior del armario empotrado de su habitación en busca de alguna pesadilla horrible que lo aceche y se disponga a bailar no se qué tango macabro cuando el sueño lo venza.
  Aislado de todo, inseguro y maniatado, sin poder hacer más que esperar, más que tragarme los besos y empaparlos en recuerdos, que no son pocos, para digerirlos mejor.
  Papeles quemados con sentimientos escritos, heridos en guerra, por cierto, puntualizo el cómico caso que se nos acaba de plantear, que el amor pueda crear algo como una guerra. Claro que, como ya sabemos, por humanos, el amor es un sentimiento como otro cualquiera y que, por ello mismo, puede comenzar una contienda, un conflicto belicoso contra uno mismo, con las culpas a la espalda y de frente un precipicio al que nos dirigimos con los ojos vendados.
  El libro que trata de cómo llegamos hasta aquí está en blanco y la portada, un interrogante. Los sentimientos viven afianzados, escritos en cartón pluma, que es sabido material resistente pero no perpetuo y la pluma, ya sin tinta, solo araña las arrugadas páginas.
  Desdibújame una última vez quizás con la ayuda de las lágrimas que habrás derramado y, si aún así crees que son pocas, te presto algunas de las mías. Pero desdibújame.
  Nos imagino, pobre imbécil, pendiendo de un hilo, en la cuerda floja de un circo, pues la vida es un poco como un circo, a veces, bailando sincronizados, sin dudas en las miradas, pues un paso en falso podría hacer que alguno se precipitase y acabase estrellado en el suelo, en un final fatal de película o de tragedia griega.

  Por un maldito Je t’aime inoportuno.


A veces nos asaltan miles de dudas

  A veces nos asaltan miles de dudas, que en realidad, siendo sinceros, quizás no lleguen ni a la decena. Sin embargo, tienen la capacidad suficiente para mantenernos aislados, nos consumen cada gramo de atención, si es que es ésta la unidad en la que se mide, y llega incluso a robarnos el sueño gota a gota.
  A veces, quizás no en numerosas ocasiones, pero sí las suficientes, nos abordan los pensamientos, que por no venir solos, los acompañan las reflexiones, de la mano. Lo habitual es pasarnos inmersos en un estado de enajenación parcial, o total en alguno de los casos más agudos, días, incluso, de vez en cuando, podemos estar en dicho estado años.
  Asaltan nuestras mentes ideas o preguntas. ¿A dónde van a morir las cosas? ¿Dónde empieza o dónde acaba todo? ¿Y el amor, qué es de éste cuando aparentemente ha muerto? …
  La lógica nos dice, muchas veces sabia, que esta clase de interrogantes se nos muestran cuando atravesamos ciertas situaciones a lo largo del camino de nuestras vidas. Quizás ésta sea una gran mentira, o una mentira pequeña que ha ido creciendo conforme nosotros “avanzamos” y nuestra percepción de las cosas va cambiando. Lo cierto es que incluso hay quien se plantea estas cuestiones sin que previamente haya habido un detonante aparente y, puntualizo, es este último mi caso.
  Cuando creo, pobre de mí, haber llegado a una conclusión lo suficientemente satisfactoria y sonrío, victorioso, no pasan ni dos horas para llegar a ser consciente de que, una vez más, me he precipitado o he errado en mis conclusiones y que, seguramente, mi enigma no tenga una respuesta, al menos aún no he llegado a ella.
  En el momento en el que me planteé escribir lo que en estas líneas se refleja sin lugar a dudas tenía una respuesta que, para qué negarlo, me complacía y me parecía apropiada. Mi intención siempre fue escribir sobre ello, sobre cómo llegué a mis conclusiones. Eso fue hace unos días y hoy, cuando me senté delante del teclado y comencé a redactar tuve que parar a las tres o cuatro primeras líneas y, como no podría haber ocurrido de otra forma, reformular, incluso, mis intenciones. Todo eso a lo que había llegado de pronto se tornó un oasis en el desierto, por supuesto ilusorio, que ya no me iba a quitar la sed. Lo reconozco, me quedé estupefacto, incluso me tomó un tiempo volver a decidirme y proseguir, o mejor dicho, recomenzar a escribir este texto.

  Es asombroso, a veces creemos que podemos brillar más que el Sol, que tenemos las respuestas de los grandes enigmas de la humanidad, pero la verdad es que hay pocas cosas que tengan la habilidad de brillar más que una estrella, es difícil, pero aún más cuando es de noche.