Cenizas

La niebla es densa, la humedad crece y encrespa cada pelo de su cuerpo, besa sus párpados y los moja. Se adentra en el bosque, se esconde bajo las raíces, aunque su intención es meterse bajo tierra, en el barro. Cavar hasta quedarse sin uñas y, aún así, seguir cavando hasta que la presión del aire y la tierra sobre su cabeza se hagan tan grandes que jamás pueda volver a salir de aquella improvisada tumba.

Camina, perdida durante horas. Solo avanza unos metros, tropieza y cae, rueda ladera abajo, se hace cortes con las ramas de los matorrales y se golpea con todas y cada una de las piedras con las que su cuerpo decide encontrarse. Los animales huyen ante aquella masa de carne que cae pesada, hasta que acaba en el agua que baja por un barranco angosto y retorcido. El agua helada cala hasta el hueso, muerde su piel y apaga lo que queda del alma hecha jirones.

A duras penas logra levantarse, ha perdido casi toda la ropa en la caída y, la poca que le queda, se agarra a la piel mediante algún hilo afortunado que aún no se ha roto. Lamentables sus pintas y no precisamente por el asunto de la ropa.

Clava sus dedos en las sienes, con fuerza. Grita. Vuelve a gritar por si la primera vez no hubiese sido suficiente. Ahora silencio. Se muerde el labio inferior y sangra, emana roja y se mezcla con el barro de su cara. Hunde las manos en el pelo y cae, a plomo, de rodillas, quedando plantada junto a aquellas otras que antes que ella se perdieron en aquella niebla, en algún otro diciembre.
Su cuerpo se torna pesado y rígido, comienza a temblar y se hace un ovillo de desesperanzas, dolor y miedo. El sollozo da paso al llanto y no para hasta que el mundo ha visto el día tres veces. Se queda seca, sin lágrimas.

Comienza a soplar el viento, es cálido. Se mete entre las ondulaciones de su melena y juega con ella. Acaricia su nariz, le hace cosquillas en los pies, acariciándolos con ternura. La envuelve en un abrazo incorpóreo y hace fuerza para ayudar a que se ponga en pie. Limpia la tierra seca y descubre el oro de su piel. Impregna cada una de sus células de olor a flores y a bayas silvestres. Las ninfas tendrían envidia si estuvieran allí para contemplar semejante ser. Es preciosa la imagen de aquella mujer que poco a poco vuelve a ser niña, vuelve a plantar cara al miedo, enseñando los dientes a través de una amplia sonrisa y se sonroja cuando ve su desnudo dibujado en la superficie en calma de aquel pequeño torrente de agua. Sus ojos se llenan de vida, de estrellas fugaces. El corazón, revolucionado, intenta salir a ver mundo, menos mal que el pecho lo contiene.

Baila descalza, canta y ríe. Siente la hierba con las puntas de los dedos de sus pies y, con las manos, toca las nubes que bajan a saludar. Se viste con ellas, adorna su cuerpo y su pelo con flores, y corre ladera arriba, acompañada por el sonido de los pájaros. Ahora, por fin, es libre para ser feliz.


Autor de la fotografía: https://www.flickr.com/photos/justinwkern/

Yeray B.