Calle Warttern, 63

Sentada sobre aquella silla de madera. Olor a viejo mezclado con polvo. La taza de té que humea. Ni frío ni caliente, como a ella le gusta. El vinilo sonando de fondo y, en el cenicero, un cigarrillo medio muerto. otra víctima de los innumerables vicios del hombre.
Las hojas de menta le dan un toque y, con el primer sorbo, el gusto se deleita con aquel sabor oriental. El olor de la infusión entra por las fosas nasales y cala en los pulmones, para quedarse allí como atrapado para siempre en un recuerdo eterno que desaparecerá.
No hay ningún otro sonido aparte del tocadiscos y el viejo reloj de cuco que pende de un anciano clavo oxidado en la pared de enfrente.
Se levanta. Está vestida de domingo. Sudadera ancha. De él, por supuesto. Bien abrigada. Una manta con varias decenas de gatos jugueteando en diferentes posiciones. Descalza, en ropa interior. En definitiva, en pijama.
Se aproxima al ventanuco con forma circular. Y se sienta allí, entre los pequeños cojines de pluma que decoran el asiento de aquel recoveco. Las gotas compiten por ser las primeras en bajar deslizándose por el cristal. Un taxi, de esos amarillos está aparcado delante de la casa de los vecinos. Los árboles visten de otoño.
El cielo es precioso, las nubes se arremolinan grises, furiosas, deseando descargar aún más fuerte, arremeter contra los cristales e inundar aquellas pequeñas casas de la calle Warttern.
"El panorama perfecto para un fin del mundo" y por dentro se ríe al descubrirse pensando de ese modo. Acaba el té y lo pone junto a la barra de incienso de la mesita de café que tiene a medio metro. Se acomoda y se duerme. La tarde de otoño es su cuna.
A.



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