La hoja de plata

Pies helados, escribo desde la cama mientras intento entrar en calor. A modo de grito mis dedos se mueven sobre las teclas. Me hago preguntas, me bombardeo a ellas. Quizás soy injusto conmigo mismo.
No encuentro la salida. Camino en círculos. Al final, al fondo hay una puerta. Como exhausto me dejo caer sobre ella para que el peso de mi cuerpo sea el que la abra. Avanzo. Sigo avanzando. Pasan las habitaciones, los espacios, pero son monótonos, no cambian. Las mismas paredes blancas, luminosas y la misma nada en cada lugar. Vacío. Todo está vacío.
¿Dónde estoy? ¿Qué es aquel lugar? Empiezo a correr y a abrir más puertas. Una tras otra me llevan a más y más habitaciones blancas y vacuas. Freno en seco y tomo aire, luego continuo. Vacío. Vacío. Vacío. Una mesa. Vacío. ¡Espera! ¿Una mesa? Doy la vuelta y efectivamente, aquella habitación es idéntica a las otras. Blanca, espaciosa, luminosa. Pero no está vacía, allí hay una mesa blanca que casi pasa desapercibida al fundirse con las paredes.
Me acerco a ella, hay algo envuelto en una toalla. Me tiembla el pulso. Se acelera la respiración y mis pulsaciones hacen que el corazón golpee contra el pecho con fuerza. Extiendo mi mano para alcanzar lo que se esconde bajo aquella toalla. Giro el blanco paño y, bajo él, descubro un cuchillo de plata. Precioso, como hecho por los dioses. El mango de esmeraldas simula la cola de un escorpión. La hoja está grabada en alguna lengua muerta: "Tempus est".
Una respiración en mi nuca. Se hiela mi sangre. Permanezco inmóvil. Unas manos finas, pequeñas se deslizan suavemente por mi espalda. La recorren a lo largo y se adelantan hacia el torso. Juegan con los botones de mi camisa blanca. Estos ceden a las insinuaciones, a los jugueteos y entonces sus manos tocan mi pecho, mi abdomen. Me acarician. Me sienten. Solo entonces me atrevo a mirar. Giro mi cuerpo entero. Sus manos no pierden el contacto con mi piel.
Saltan chispas de mis ojos. Es una mujer hermosa. La más bella que había visto nunca. Su piel es pálida, finos rasgos y curvas sinuosas. Una fina túnica de seda cubre sus senos, su desnudez. Los ojos vivos, verdes, transmisores de alguna locura. Sus labios cárdenos, fogosos, portadores de algún veneno. Y, su pelo cobrizo, desordenado, enredado. 
Sus juegos continúan, sus caricias, sus gestos. No aparta la mirada de mis ojos. Allí están clavados. Me vence. No era una lucha, pero me vence. Sucumbo a sus encantos de mujer y la tomo fuertemente por la cintura. La siento. La acaricio. La beso. Ella gime y se entrega, pero yo ya estaba entregado a ella. Habría hecho lo que me hubiese pedido sin importarme nada. Recorro su cuello con mi boca, subo lentamente hacia su oreja y le susurro algo. Besa mis labios. Sensualidad, es la palabra que mejor define su forma de besar.
Entonces noto un fuerte dolor en la espalda, se abre paso a través de mí. Llega a mi corazón y lo aprisiona. Ella aprieta aún más su torso contra el mío y el dolor no cesa. De mi pecho sale una hoja. Una hoja de plata bañada en sangre. La misma que había sobre la mesa. Me desgarra el pecho. Me destroza el corazón. Pero su camino no termina ahí, la hoja avanza hacia el pecho de ella y hace lo propio. Sus manos son mis asesinas, pero también las suyas. Las esmeraldas del mango de la hoja ahora son rubíes y la habitación se tiñe con la sangre que emana de nuestros cuerpos.
Y morimos. Morimos y quedamos ahí, tirados en la nada. Desnudos. Cómplices. Fríos. Solos.

A.


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