Tarde de fin de semana

Hoy tampoco ha salido el sol. Las nubes siguen cubriendo el cielo, robando todo el protagonismo al astro que lleva demasiados años ejerciendo.
Un idiota como otro cualquiera, así es como A. se veía hoy. Bueno, como otro cualquiera no, porque él ha conseguido algo que nadie había logrado hasta ahora: superarlos.
Se encuentra cansado de ser siempre el mismo, de ser como es. Se avergüenza de sus miedos, de no saber cómo tratar a los demás para que se sientan a gusto. Miles de ideas alocadas y no tan locas se cruzan y chocan en su cabeza para acabar en la nada, no sabe cómo tranquilizarse o cómo hacerlo todo más llevadero.
Prueba subiendo el volumen de la música, pero solo consigue una reprimenda por parte de sus padres, que no se paran a ver los surcos dejados por sus lágrimas, esos caminos húmedos sobre sus mejillas que reflejan mejor que un espejo su alma. Pero esto es solo una anécdota porque a él no le importa.
Sabe que algo no está bien, que algo va mal entre el mundo y él. Siente que le ha fallado a mucha gente, pero al primero que le ha fallado es así mismo.
La brújula se ha estropeado, ya no señala al norte. Quizás es una señal de que es hora de aventurarse, de cambiar. Pero A. tan solo tiene ganas de pararse y descansar. Sentarse y olvidarse incluso de su existencia, de respirar.
Quiere luchar, pero está cansado. Quiere, quiere, quiere y quiere. Quizás quiere como nadie ha querido nunca. Mira fotos y también mira recuerdos. Sí, digo mira porque es lo que realmente hace, en su cabeza como un álbum de fotos pasa gran parte de su adolescencia, de su vida. Los buenos momentos, los malos, los no tan buenos, los no tan malos, todos.
Como si odiase al mundo, pero escondiendo un odio hacia sí mismo, golpea el suelo una y otra vez. No para hasta que los nudillos quedan en carne viva, hasta que el dolor de su alma queda apagado por el de las heridas que se han abierto y, entonces, encuentra algo de alivio.
Tiene miedo a decirle todo lo que piensa, todo lo que siente, a abrirse. Le cuesta. Sabe que no tiene mucho más tiempo, que la gente se cansa, es normal. Pero también sabe que esta vez no se bajará en la siguiente parada, porque ese no es su destino. Y si lo hace correrá detrás del tren, como loco. Sin dudarlo un segundo. Y cuando sus zapatos se rompan y sus pies queden expuestos al frío suelo, a los raíles, al sol y a la lluvia, aún en ese momento, seguirá corriendo. Porque no tiene nada mejor que hacer, porque además merecerá la pena.
Hacía tiempo que A. no conseguía escribir, ahora se siente algo más en paz por haberlo conseguido. Está claro que el cambio está en él y que lo que falla es él y no el mundo. Tan solo espera que alguien lo ayude a cambiar.

A.

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